Despreciables alimañas, ratas de alcantarilla, que asoman a la espalda de la víctima y, tras lanzar el mordisco emponzoñado, vuelven a esconderse en las cloacas. No otra cosa han sido -y tras su reciente declaración demuestran seguir siendo- dirigentes, secuaces y amigos de ETA.
Ni una petición de perdón, ni un gesto de arrepentimiento. Reconocen haber acabado “su ciclo histórico y su función”, porque no les queda otra. De ello se han encargado -lo saben muy bien- las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, con el apoyo de todos los españoles. Y aseguran que “seguirán en su lucha por una Euskal Herría unificada e independiente”. ¿Desde dónde pretenden hacerlo? ¿desde las instituciones democráticas que ellos mismos han despreciado y atacado? Hasta ahí podíamos llegar. Nada más humillante para la dignidad del pueblo español que ver a uno solo de estos miserables asesinos ocupando un escaño desde el que esgrimir apoyo democrático y lanzar impunemente sus proclamas independentistas. La manera más ladina e intolerable de tratar de reventar desde dentro lo que no han conseguido destruir desde fuera. Y lo más indignante es que esta circunstancia, que resulta de todo punto inaceptable, ya se está dando. ¿Cómo puede consentirse que esto ocurra? ¿es posible olvidar tan grande y reciente felonía?
Centenares de víctimas vilmente asesinadas por defender o simplemente representar valores e instituciones democráticas, por tener alguna proximidad o afinidad con quienes ostentan tal representación o, simplemente, porque pasaban por allí, fuesen militares, policías, civiles, hombres, mujeres o niños. No importa de dónde brotara la sangre, con tal de derramarla. Centenares de familias destrozadas, millares de heridos, de mutilados en su cuerpo y en su espíritu. Centenares de viudas y de huérfanos. Millones de personas aterrorizadas, indignadas, unidas en el dolor de la impotencia. Un país agredido, pero que supo reaccionar, y al que el miedo, el pánico, el horror, no consiguieron paralizar y mucho menos vencer. Cuantos vivimos momentos como el del asesinato de Miguel Ángel Blanco -por citar tan solo uno de los casos más sangrantes- no podemos olvidar la inquina, la contumacia de los culpables y su desprecio ante la desesperación de las víctimas y la súplica de todos.
¿Y ahora vienen con estas? ¿qué esperan conseguir? Aquí no ha habido ningún conflicto entre dos bandos, señores; aquí ha habido tan solo una banda de criminales, sicarios a las órdenes de determinados y nunca confesados actores políticos, que han pretendido imponerse desde la violencia y el terror, porque argumentos no tenían con que convencer. Tampoco ahora los tienen. Así que no nos vengan con que han cambiado de táctica. Es que no les hemos dejado otra salida. Y entiendan bien cuál es esta, la única que les queda: entreguen sus armas y entréguense ustedes. Dispónganse a colaborar en el esclarecimiento de los casi cuatrocientos casos de asesinatos pendientes. Y sométanse a la justicia. Estoy seguro de que por dura que sea la condena, denotará bastante mayor clemencia que la que ustedes mostraron con sus víctimas.
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Es noble el animal que, en busca de alimento,
a sus presas acecha, las persigue y ataca;
y aquel que por más fuerte, capaz e inteligente,
a los suyos protege y guía la manada.
De ser depredador, de seguir el instinto
que al nacer recibió de la naturaleza,
de ser temible fiera para aquellas especies
de las que se alimenta, nadie podrá acusarla.
Pero sí a la cobarde, la pérfida alimaña
que se envuelve en el barro y las aguas enfanga,
que muerde por morder, disfruta haciendo daño
y por placer acosa, agrede, hiere y mata.
Son la ambición, la envidia, la frustración, el odio,
aquellos que lo mueven y alimentan su saña.
El desprecio merece, y no la compasión;
que el pie en el que mordió e inyectó su veneno
lo aplaste sin reparos y sin remordimiento.
Pues quien por egoísmo, por odio o por rencor
fue capaz de causar tamaño sufrimiento,
en justicia merece, como reparación,
desprecio, indiferencia, soledad, aislamiento…
y que quien lo sufrió y ahora lo alimenta,
aguantando la rabia y la sed de venganza
y mostrando el respeto hacia sus semejantes
que él quizás nunca tuvo y que nunca mostró,
le inflija, de este modo, la pena más amarga:
olvido, menosprecio y el mayor deshonor.
¡Bravo y justo! Algo parecido nos dicen los políticos en estos momentos. No nos fiamos, con razón. Pero es muy bueno, excelente, que con voces hechas de agua transparente y limpia, España diga lo que dices. Mándalo a algún periódico. Alguno puede que lo publique. ¡Enhorabuena! ¡Sigue, muchacho!